A lo largo de la historia, distintos filósofos, médicos, pensadores y psicólogos, han reflexionado acerca de la relación entre el cuerpo y la mente/alma. Algunos colocan el acento sobre el cuerpo y los procesos que en él ocurren, como la causa de determinados malestares o trastornos psíquicos. Otros, contrariamente, sitúan el origen de ciertos malestares físicos, en la psique, la mente, hablando de esta forma de psicogénesis (causa psíquica); generando de esta forma un debate respecto a este “matrimonio” cuerpo-mente. Lo que puede afirmarse, teniendo en cuenta ambas posturas, es que no puede separarse el cuerpo de la mente, sino que estos deben tratarse, como parte de una unidad, cuerpo-mente. Es decir que existe una interrelación inevitable entre éstos.
Veamos un ejemplo: ante un dolor físico (dolor de muelas, de cabeza, estómago, etc…) nuestro ánimo se ve afectado; pareciera que no podemos pensar en otra cosa que no sea ese dolor. Si se tratara de un malestar que nos acompaña a lo largo de muchos años, además nos mantendría ocupados entre médicos, medicamentos y restricciones, obligándonos a invertir gran parte de nuestra energía en este padecimiento. De la misma manera, ante un disgusto o malestar emocional, psíquico, sea este conciente o no (estrés, duelo, ansiedad, angustia, etc…) pueden aparecer molestias o síntomas físicos; palpitaciones, sensación de opresión en el pecho, trastornos en el sueño, jaquecas, contracturas, malestares gastrointestinales (acidez frecuente, gastritis, colon irritable, etc…). De esta forma, es frecuente que sean los mismos médicos, quienes aconsejen a sus pacientes afectados por estos síntomas, realizar a su vez una interconsulta psicológica.
Sin adentrarnos en el debate por la causa de estos malestares, la cual no es ni única, ni universal -sino justamente lo contrario, es particular en cada sujeto, de acuerdo a sus predisposiciones orgánicas, su historia, sus vivencias a lo largo de la vida- me gustaría destacar ciertos aspectos del tema, en relación a la dimensión social en la que está inserta.
En la época en la que vivimos, donde la tecnología y el auge de la comunicación hacen suponer que estamos todos conectados, a distancia de un solo “click”, comunicados las 24 horas; todos tienen muchos “amigos” en la red y comentan a viva voz sus sentimientos…basta con observar las redes sociales unos instantes. Pero en contrapartida a esta comunicación –si puede llamarse así- nos encontramos cada vez más con un silenciamiento del padecimiento. Pareciera que debemos estar bien, ser funcionales, competitivos, cueste lo que cueste. Para esto, la sociedad nos brinda todos los elementos –o trampas- necesarios; hay una pastilla para acallar cada necesidad, aún para los procesos más naturales: para bajar de peso, para el tránsito lento, el insomnio, dolores musculares, las jaquecas, los malestares estomacales, la memoria, para aumentar la energía y poder seguir trabajando, etc… Así es que, vamos aprendiendo a silenciar, a callar a nuestro cuerpo que habla, que nos dice que algo no anda bien, sin hacernos ninguna pregunta al respecto.
Desde este lugar podemos contemplar a las enfermedades, o malestares físicos como una especie de “lenguaje” que usamos sin darnos cuenta; un cuerpo –parte de una unidad junto con la mente- que habla sin nuestro consentimiento pero a nuestro favor, cuando las palabras, la reflexión, la interrogación sobre nosotros mismos, no esta, o cuando aparece y rápidamente es silenciada.
Tal vez, sea momento de desacelerar el ritmo aprendido y mirarnos, escucharnos un poco más a nosotros mismos, de conocernos como unidad que somos. Podemos comenzar preguntándonos por qué en un determinado momento y no en otro aparece un malestar; de qué tipo de malestar se trata. Seguramente nos sorprenderemos de observar que no son casuales los momentos en que aparecen éstos. Tal vez, somos de “tragarnos o comernos” todo porque nos cuesta hablar o por miedo a generar conflictos, y terminamos indigestados literalmente; vomitando lo que no podemos digerir, o terminamos hinchados o irritados, porque no podemos asimilar algo que nos sobrepasa. Puede ocurrir que sea nuestra cabeza la que se convierte en protagonista para decirnos, con un dolor, lo que siente nuestra mente preocupada, sobrecargada de presiones. Así, cada uno de nosotros, podemos seguir intentado descifrar lo que no es dicho con palabras; mensaje o sentido que no será el mismo para todos.
Cuando esto no puede realizarse sin la ayuda de un profesional que acompañe este proceso -como ocurre la mayoría de las veces- es importante hacernos un espacio para este fin; de ahí la importancia y el valor que cobra el espacio terapéutico en esta época que, más que un espacio donde están las respuestas dadas, es un encuentro que facilita la pregunta, la interrogante, la reflexión de cada sujeto, con la ayuda, guía y acompañamiento del psicólogo. Una propuesta, donde se tratará de romper con la banalización de la comunicación, devolviéndole el valor a las palabras.
Seguramente, si las palabras, pueden “hablar de verdad”, nuestro cuerpo no necesitará hacerlo por nosotros.
Lic. Gabriela Ureta
Psicóloga